Por Jesús Rosado 1
Ese hombre que soy yo parece ser la expresión apodíctica del más reciente Lacau, el pintor que entre la luz, el tropo y ciertas penumbras confesas ha decidido compartir las reflexiones angustiosas de la soledad contemporánea y sus inevitables esperas. Un arte concebido desde la mirada crítica a los problemas de la actual supervivencia, rompiendo los cánones del nomadismo recurrente del talento cubano cuyo debate peregrino se desgasta entre las tensiones del etnocentrismo y los retos que supone la penetración en los fueros de la cultura primermundista.
El destino estético en Andrés Lacau se reformula dolorosamente a partir de aquella idea propugnada por Emile Cioran de que “no tener nacionalidad es el mejor status de un intelectual”. Y no es que Lacau haya extraviado su sentido de pertenencia o se haya resignado a la orfandad patria, sino que ha asumido la desterritorialización con estoicismo diogénico. La isla puede llegar a ser un tonel en cualquier coordenada, como para que sea menos costoso consumar el transvase físico a la par que la reorientación diaspórica mental.
Detrás han ido quedando las aventuras de los ochenta con la pintura informalista, aquel arte de sustancias primarias del Lacau recién llegado a Madrid que bajo el influjo de Feito, Lucio, Tápies, Millares, etc., se hizo un generador de sinestesias a través de materiales como la arena, la madera y el hierro, cuyas texturas insólitas representaron, quizás, las primeras manifestaciones del principio sanador de su creatividad. La posibilidad de hacer una obra táctil, casi auscultable, con ingredientes tan víctimas del tiempo como la propia vida humana, y que amasara, fusionara y moldeara con fruición terapéutica, puede que haya marcado el punto de partida hacia el autoconocimiento en el autor y el ingreso a la dinámica resignificación que aprovecha el artista desplazado en los últimos movimientos migratorios para ubicarse en la denominada “cultura de frontera”, la zona franca de hibridación y conciliación del proceso metacultural.
Una década después sobrevendría el inevitable aporte que se espera del legítimo talento en su nueva circunstancia. Entre las manos de Lacau cayó un ejemplar de El toro en el Mediterráneo (1996), obra de la historiadora Cristina Delgado Linacero, que constituye un análisis integral del mito taurino en las culturas mediterráneas y su importancia dentro del contexto económico, social y religioso de las antiguas civilizaciones.
Inspirándose en los razonamientos y la riqueza documental con que la investigadora encaraba el tema, Lacau abandonó los experimentos informalistas y sobre lienzo extendido emprendió un ensayo derivativo que alcanzaría impactante valor visual en la medida que se distanció de los lugares comunes de la iconografía tauromáquica. Nada más lejos del cartelismo convencional de la llamada “fiesta brava” o de las clásicas escenas de género que la levedad voluptuosa del legado taurofílico de Lacau, con sus claves delicadas e insinuantes y su simbolismo de alusiones lamianas, más interesado en la historicidad de la zoolatría que en la confrontación brutal en el ruedo.
A tono con el texto de Delgado, el pintor intelectualizó su interpretación de la sacralización taurina a través de una gráfica sugestiva, por momentos críptica, explorando en las posibilidades sensuales de la liturgia, logrando que la prolífica serie, apreciada en un amplio circuito de galerías internacionales, difundiera su buen oficio en el dibujo y en la concepción de la corporeidad, habilidades tan logradas que un Prats Sariol, arrobado ante el virtuosismo de las metáforas astadas, proclamó que el tema, más que taurino, se le antojaba esencialmente pictórico.
Tras cuatro fecundas series basadas en este argumento, Lacau lo consideró agotado y escapó a la trama actual de su arte, con la propuesta sensible y transoceánica que enunciamos en las primeras líneas, una obra comprometida a integrar poética e imagen para concebir vigorosas visiones acerca de la accidentada existencia humana y la brusquedad pendular de su destino. Textos de Borges, Heberto Padilla, Gastón Baquero, Cruz Varela y otros gestores sublimes se someten a la recreación que una mano deudora a Velázquez, Ribera y a cierta dosis de Tanguy convierte, más allá del literalismo, en una ideografía de estética conmovedora y meditativa.
He aquí a este último Lacau, además de pintor, filósofo -una condición en la que reinciden los utopistas empecinados- que ha ido adjudicando al cuerpo desnudo la simultánea posibilidad de vehículo y escenario, dualidad espléndida en asociaciones, con tan convincentes sugerencias que pudiera prescindir de las referencias literarias. El hombre y sus claustrofobias, sus fugas y sus destierros. El hombre fragmentado. La memoria sombría y las distancias. El naufragio íntimo, el desasosiego. Y en algún punto incierto del laberinto la posibilidad de redención: el rescate, la emancipación, la cartografía de los sueños. Todo ello condensado ingeniosamente en el meditado discurso gestual, fruto de la acuciosa contemplación anatómica y de los ritos de la introspección, esa incursión dramática al norte y sur de la epidermis en busca de la Meca interior, uniendo, como recomendaría el polémico Michel Onfray, “la emocionalidad corporal a la reflexión”.
Pero Lacau ha continuado más allá en ese peregrinaje ontológico. El ejercicio visual en la serie Wisdom Collection, ocho cuadros que integraron la exposición Black & White, se concibe en torno a aquella fórmula matemática enunciada por Fray Paciolo di Borgo en 1509, cuya aplicación dio una constante a la que denominó Divina Proporción, un concepto conocido en el mundo moderno como Regla Áurea y que posibilita a pintores y diseñadores una forma armoniosa de división para lograr un efecto estético atractivo y eficaz. Recurso a partir del cual, Lacau articuló un complejo de imagen, empirismo y poética sobre la relación hombre-Divinidad. Un viaje para aproximarse al punto que ocupa la humanidad en la gesta creacionista. Expedición en que pincelero, poeta y pensador coincidirán en la ruta al centro de sí mismo. Caravana ciertamente piadosa. Y conjunción inestimable para trascender los totalitarismos del ser actual.
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[1] Jesús Rosado, La Habana 1957.
Historiador y museólogo. Jefe del Departamento de Catalogación del Museo Nacional de Arte, La Habana, Cuba (93/96)
Curador Jefe encargado de la catalogación, prevención, mantenimiento y control de inventario del Museo Nacional de Arte, La Habana, Cuba (93/94). Curador para la conservación y mantenimiento de obras de Arte del Museo Nacional de Arte, La Habana, Cuba (89/93)